jueves, 20 de octubre de 2016

Vivir la muerte



             Ante la sola idea palidecemos de miedo. El desconocimiento e ignorancia acerca del misterio de la muerte marca nuestras vidas con un temor profundo desde el mismo momento en que comenzamos a tener el uso de la conciencia. La realidad de la separación y el pensamiento de aniquilación nos hacen mirarla con pánico. Ante su ignominia nos sentimos abatidos y desconsolados. Sin embargo la muerte forma parte esencial de la vida misma, en sentido biológico y no menos en sentido escatológico, trascendental.

         La muerte es la corona de la vida, la cúspide de la existencia terrenal. Hasta allí puede llegarse en lo que orgánica y biológicamente se refiere, pero ¿vale la pena vivir sólo para morir? o ¿es la muerte el final definitivo?  Sólo los nihilistas piensan eso. Todas las religiones de oriente y occidente atribuyen a la muerte un carácter meramente transformador, el paso de un estado de vida a otro que hace de ella un punto crítico en el que la existencia misma se realiza en su madurez, como el fruto pronto a ser cosechado y, contrario al nihilismo, esto le otorga un valor superior a la vida posterior a ella.

         El Cristianismo enseña que la muerte es la puerta a la resurrección, al encuentro pleno con Dios y que es necesario educarse para vivirla como un misterio de fe. También enseña que todo en esta vida está supeditado a la muerte pero, siendo así, entonces ¿por qué los cristianos tememos tanto al fenómeno de la muerte?

         La muerte nos desgarra porque nos separa de los seres y cosas que amamos y nos enfrenta al “misteryum inefabile” del sentido y fin último de la existencia. Ella nos reduce al insulto del sepulcro y nos revela que toda nuestra pretensión de grandeza no es más que una ilusión.

         El temor irracional a la muerte es un problema de fe. “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque muero”, decía Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia. En el Evangelio Cristo mismo nos enseña que “donde está nuestro tesoro, allí está también nuestro corazón”. Y esa es la clave del temor injustificado que los cristianos tenemos a la muerte. Amontonamos nuestros tesoros en esta vida: bienes, posesiones, fama y afectos conforman la columna vertebral de nuestro sistema de vida al punto de que no pocos se suicidan porque no los tienen y prefieren la muerte a vivir sin ellos. Podría hablarse de una relación proporcional entre el apego a los bienes y posesiones y el temor a la muerte. Cuanto mayor apegada esté la persona a los afectos y a las cosas, mayor pánico tendrá a la inexorable separación material que la muerte produce. Por ello conviene a cada cristiano preguntarse ¿Dónde están mis tesoros, dónde está mi corazón?

Padre Alberto Gutiérrez

memoriayfe@gmail.com



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