Vivir la muerte
Ante la
sola idea palidecemos de miedo. El desconocimiento e ignorancia acerca del
misterio de la muerte marca nuestras vidas con un temor profundo desde el mismo
momento en que comenzamos a tener el uso de la conciencia. La realidad de la
separación y el pensamiento de aniquilación nos hacen mirarla con pánico. Ante
su ignominia nos sentimos abatidos y desconsolados. Sin embargo la muerte forma
parte esencial de la vida misma, en sentido biológico y no menos en sentido
escatológico, trascendental.
La muerte es la corona de la
vida, la cúspide de la existencia terrenal. Hasta allí puede llegarse en lo que
orgánica y biológicamente se refiere, pero ¿vale la pena vivir sólo para morir?
o ¿es la muerte el final definitivo? Sólo
los nihilistas piensan eso. Todas las religiones de oriente y occidente atribuyen
a la muerte un carácter meramente transformador, el paso de un estado de vida a
otro que hace de ella un punto crítico en el que la existencia misma se realiza
en su madurez, como el fruto pronto a ser cosechado y, contrario al nihilismo, esto
le otorga un valor superior a la vida posterior a ella.
El Cristianismo enseña que la
muerte es la puerta a la resurrección, al encuentro pleno con Dios y que es necesario educarse para vivirla como un misterio de fe. También enseña que todo
en esta vida está supeditado a la muerte pero, siendo así, entonces ¿por qué
los cristianos tememos tanto al fenómeno de la muerte?
La muerte nos desgarra porque
nos separa de los seres y cosas que amamos y nos enfrenta al “misteryum
inefabile” del sentido y fin último de la existencia. Ella nos reduce al
insulto del sepulcro y nos revela que toda nuestra pretensión de grandeza no es
más que una ilusión.
El temor irracional a la muerte
es un problema de fe. “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero
porque muero”, decía Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia. En el
Evangelio Cristo mismo nos enseña que “donde está nuestro tesoro, allí está
también nuestro corazón”. Y esa es la clave del temor injustificado que los
cristianos tenemos a la muerte. Amontonamos nuestros tesoros en esta vida:
bienes, posesiones, fama y afectos conforman la columna vertebral de nuestro
sistema de vida al punto de que no pocos se suicidan porque no los tienen y
prefieren la muerte a vivir sin ellos. Podría hablarse de una relación
proporcional entre el apego a los bienes y posesiones y el temor a la muerte.
Cuanto mayor apegada esté la persona a los afectos y a las cosas, mayor pánico
tendrá a la inexorable separación material que la muerte produce. Por ello
conviene a cada cristiano preguntarse ¿Dónde están mis tesoros, dónde está mi
corazón?
Padre
Alberto Gutiérrez
memoriayfe@gmail.com
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