martes, 29 de noviembre de 2016

CARTA APOSTÓLICA

Misericordia 

et misera


DEL SANTO PADRE 

FRANCISCO

AL CONCLUIR

EL JUBILEO EXTRAORDINARIO
DE LA MISERICORDIA


Francisco

a cuantos leerán esta Carta Apostólica
misericordia y paz



Misericordia et misera son las dos palabras que san Agustín usa para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera (cf. Jn 8,1-11). No podía encontrar una expresión más bella y coherente que esta para hacer comprender el misterio del amor de Dios cuando viene al encuentro del pecador: «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia»[1]. Cuánta piedad y justicia divina hay en este episodio. Su enseñanza viene a iluminar la conclusión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia e indica, además, el camino que estamos llamados a seguir en el futuro.

1. Esta página del Evangelio puede ser asumida, con todo derecho, como imagen de lo que hemos celebrado en el Año Santo, un tiempo rico de misericordia, que pide ser siempre celebrada y vivida en nuestras comunidades. En efecto, la misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio. Todo se revela en la misericordia; todo se resuelve en el amor misericordioso del Padre.

Una mujer y Jesús se encuentran. Ella, adúltera y, según la Ley, juzgada merecedora de la lapidación; él, que con su predicación y el don total de sí mismo, que lo llevará hasta la cruz, ha devuelto la ley mosaica a su genuino propósito originario. En el centro no aparece la ley y la justicia legal, sino el amor de Dios que sabe leer el corazón de cada persona, para comprender su deseo más recóndito, y que debe tener el primado sobre todo. En este relato evangélico, sin embargo, no se encuentran el pecado y el juicio en abstracto, sino una pecadora y el Salvador. Jesús ha mirado a los ojos a aquella mujer y ha leído su corazón: allí ha reconocido su deseo de ser comprendida, perdonada y liberada. La miseria del pecado ha sido revestida por la misericordia del amor. 

Por parte de Jesús, no hay ningún juicio que no esté marcado por la piedad y la compasión hacia la condición de la pecadora. A quien quería juzgarla y condenarla a muerte, Jesús responde con un silencio prolongado, que ayuda a que la voz de Dios resuene en las conciencias, tanto de la mujer como de sus acusadores. Estos dejan caer las piedras de sus manos y se van uno a uno (cf. Jn 8,9). Y después de ese silencio, Jesús dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? […] Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (vv. 10-11). De este modo la ayuda a mirar al futuro con esperanza y a estar lista para encaminar nuevamente su vida; de ahora en adelante, si lo querrá, podrá «caminar en la caridad» (cf. Ef 5,2). Una vez que hemos sido revestidos de misericordia, aunque permanezca la condición de debilidad por el pecado, esta debilidad es superada por el amor que permite mirar más allá y vivir de otra manera.

2. Jesús lo había enseñado con claridad en otro momento cuando, invitado a comer por un fariseo, se le había acercado una mujer conocida por todos como pecadora (cf. Lc 7,36-50). Ella había ungido con perfume los pies de Jesús, los había bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos (cf. vv. 37-38). A la reacción escandalizada del fariseo, Jesús responde: «Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (v. 47).

El perdón es el signo más visible del amor del Padre, que Jesús ha querido revelar a lo largo de toda su vida. No existe página del Evangelio que pueda ser sustraída a este imperativo del amor que llega hasta el perdón. Incluso en el último momento de su vida terrena, mientras estaba siendo crucificado, Jesús tiene palabras de perdón: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Nada de cuanto un pecador arrepentido coloca delante de la misericordia de Dios queda sin el abrazo de su perdón. Por este motivo, ninguno de nosotros puede poner condiciones a la misericordia; ella será siempre un acto de gratuidad del Padre celeste, un amor incondicionado e inmerecido. No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el cual Dios entra en la vida de cada persona.
La misericordia es esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida. Así se manifiesta su misterio divino. Dios es misericordioso (cf. Ex 34,6), su misericordia dura por siempre (cf. Sal 136), de generación en generación abraza a cada persona que se confía a él y la transforma, dándole su misma vida.

3. Cuánta alegría ha brotado en el corazón de estas dos mujeres, la adúltera y la pecadora. El perdón ha hecho que se sintieran al fin más libres y felices que nunca. Las lágrimas de vergüenza y de dolor se han transformado en la sonrisa de quien se sabe amado. La misericordia suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza de una vida nueva. La alegría del perdón es difícil de expresar, pero se trasparenta en nosotros cada vez que la experimentamos. En su origen está el amor con el cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo el círculo del egoísmo que nos envuelve, para hacernos también a nosotros instrumentos de misericordia.

Qué significativas son, también para nosotros, las antiguas palabras que guiaban a los primeros cristianos: «Revístete de alegría, que encuentra siempre gracia delante de Dios y siempre le es agradable, y complácete en ella. Porque todo hombre alegre obra el bien, piensa el bien y desprecia la tristeza [...] Vivirán en Dios cuantos alejen de sí la tristeza y se revistan de toda alegría»[2]. Experimentar la misericordia produce alegría. No permitamos que las aflicciones y preocupaciones nos la quiten; que permanezca bien arraigada en nuestro corazón y nos ayude a mirar siempre con serenidad la vida cotidiana.

En una cultura frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes. En efecto, el futuro parece estar en manos de la incertidumbre que impide tener estabilidad. De ahí surgen a menudo sentimientos de melancolía, tristeza y aburrimiento que lentamente pueden conducir a la desesperación. Se necesitan testigos de la esperanza y de la verdadera alegría para deshacer las quimeras que prometen una felicidad fácil con paraísos artificiales. El vacío profundo de muchos puede ser colmado por la esperanza que llevamos en el corazón y por la alegría que brota de ella. Hay mucha necesidad de reconocer la alegría que se revela en el corazón que ha sido tocado por la misericordia. Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del Apóstol: «Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4; cf. 1 Ts 5,16).

4. Hemos celebrado un Año intenso, en el que la gracia de la misericordia se nos ha dado en abundancia. Como un viento impetuoso y saludable, la bondad y la misericordia se han esparcido por el mundo entero. Y delante de esta mirada amorosa de Dios, que de manera tan prolongada se ha posado sobre cada uno de nosotros, no podemos permanecer indiferentes, porque ella nos cambia la vida.
Sentimos la necesidad, ante todo, de dar gracias al Señor y decirle: «Has sido bueno, Señor, con tu tierra […]. Has perdonado la culpa de tu pueblo» (Sal 85,2-3). Así es: Dios ha destruido nuestras culpas y ha arrojado nuestros pecados a lo hondo del mar (cf. Mi 7,19); no los recuerda más, se los ha echado a la espalda (cf. Is 38,17); como dista el oriente del ocaso, así aparta de nosotros nuestros pecados (cf. Sal 103,12).
En este Año Santo la Iglesia ha sabido ponerse a la escucha y ha experimentado con gran intensidad la presencia y cercanía del Padre, que mediante la obra del Espíritu Santo le ha hecho más evidente el don y el mandato de Jesús sobre el perdón. Ha sido realmente una nueva visita del Señor en medio de nosotros. Hemos percibido cómo su soplo vital se difundía por la Iglesia y, una vez más, sus palabras han indicado la misión: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).

5. Ahora, concluido este Jubileo, es tiempo de mirar hacia adelante y de comprender cómo seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo la riqueza de la misericordia divina. Nuestras comunidades continuarán con vitalidad y dinamismo la obra de la nueva evangelización en la medida en que la «conversión pastoral»[3], que estamos llamados a vivir, se plasme cada día, gracias a la fuerza renovadora de la misericordia. No limitemos su acción; no hagamos entristecer al Espíritu, que siempre indica nuevos senderos para recorrer y llevar a todos el Evangelio que salva.

En primer lugar estamos llamados a celebrar la misericordia. Cuánta riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la misericordia no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive. Desde el inicio hasta el final de la celebración eucarística, la misericordia aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su amor misericordioso. Después de la súplica inicial de perdón, con la invocación «Señor, ten piedad», somos inmediatamente confortados: «Dios omnipotente tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Con esta confianza la comunidad se reúne en la presencia del Señor, especialmente en el día santo de la resurrección. Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran don de la misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos diciendo: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas»[4]. Después nos sumergimos en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pecado»[5]

Además, la plegaria eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios: «Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». «Ten misericordia de todos nosotros»[6], es la súplica apremiante que realiza el sacerdote, para implorar la participación en la vida eterna. Después del Padrenuestro, el sacerdote prolonga la plegaria invocando la paz y la liberación del pecado gracias a la «ayuda de su misericordia». Y antes del signo de la paz, que se da como expresión de fraternidad y de amor recíproco a la luz del perdón recibido, él ora de nuevo diciendo: «No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia»[7]. Mediante estas palabras, pedimos con humilde confianza el don de la unidad y de la paz para la santa Madre Iglesia. La celebración de la misericordia divina culmina en el Sacrificio eucarístico, memorial del misterio pascual de Cristo, del que brota la salvación para cada ser humano, para la historia y para el mundo entero. En resumen, cada momento de la celebración eucarística está referido a la misericordia de Dios.

En toda la vida sacramental la misericordia se nos da en abundancia. Es muy relevante el hecho de que la Iglesia haya querido mencionar explícitamente la misericordia en la fórmula de los dos sacramentos llamados «de sanación», es decir, la Reconciliación y la Unción de los enfermos. La fórmula de la absolución dice: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz»[8]; y la de la Unción reza: «Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo»[9]. Así, en la oración de la Iglesia la referencia a la misericordia, lejos de ser solamente parenética, es altamente performativa, es decir que, mientras la invocamos con fe, nos viene concedida; mientras la confesamos viva y real, nos transforma verdaderamente. Este es un aspecto fundamental de nuestra fe, que debemos conservar en toda su originalidad: antes que el pecado, tenemos la revelación del amor con el que Dios ha creado el mundo y los seres humanos. El amor es el primer acto con el que Dios se da a conocer y viene a nuestro encuentro. Por tanto, abramos el corazón a la confianza de ser amados por Dios. Su amor nos precede siempre, nos acompaña y permanece junto a nosotros a pesar de nuestros pecados.

6. En este contexto, la escucha de la Palabra de Dios asume también un significado particular. Cada domingo, la Palabra de Dios es proclamada en la comunidad cristiana para que el día del Señor se ilumine con la luz que proviene del misterio pascual[10]. En la celebración eucarística asistimos a un verdadero diálogo entre Dios y su pueblo. En la proclamación de las lecturas bíblicas, se recorre la historia de nuestra salvación como una incesante obra de misericordia que se nos anuncia. Dios sigue hablando hoy con nosotros como sus amigos, se «entretiene» con nosotros[11], para ofrecernos su compañía y mostrarnos el sendero de la vida. Su Palabra se hace intérprete de nuestras peticiones y preocupaciones, y es también respuesta fecunda para que podamos experimentar concretamente su cercanía. Qué importante es la homilía, en la que «la verdad va de la mano de la belleza y del bien»[12], para que el corazón de los creyentes vibre ante la grandeza de la misericordia. Recomiendo mucho la preparación de la homilía y el cuidado de la predicación. Ella será tanto más fructuosa, cuanto más haya experimentado el sacerdote en sí mismo la bondad misericordiosa del Señor. Comunicar la certeza de que Dios nos ama no es un ejercicio retórico, sino condición de credibilidad del propio sacerdocio. Vivir la misericordia es el camino seguro para que ella llegue a ser verdadero anuncio de consolación y de conversión en la vida pastoral. La homilía, como también la catequesis, ha de estar siempre sostenida por este corazón palpitante de la vida cristiana.

7. La Biblia es la gran historia que narra las maravillas de la misericordia de Dios. Cada una de sus páginas está impregnada del amor del Padre que desde la creación ha querido imprimir en el universo los signos de su amor. El Espíritu Santo, a través de las palabras de los profetas y de los escritos sapienciales, ha modelado la historia de Israel con el reconocimiento de la ternura y de la cercanía de Dios, a pesar de la infidelidad del pueblo. La vida de Jesús y su predicación marcan de manera decisiva la historia de la comunidad cristiana, que entiende la propia misión como respuesta al mandato de Cristo de ser instrumento permanente de su misericordia y de su perdón (cf. Jn 20,23). Por medio de la Sagrada Escritura, que se mantiene viva gracias a la fe de la Iglesia, el Señor continúa hablando a su Esposa y le indica los caminos a seguir, para que el Evangelio de la salvación llegue a todos. Deseo vivamente que la Palabra de Dios se celebre, se conozca y se difunda cada vez más, para que nos ayude a comprender mejor el misterio del amor que brota de esta fuente de misericordia. Lo recuerda claramente el Apóstol: «Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tm 3,16).

Sería oportuno que cada comunidad, en un domingo del Año litúrgico, renovase su compromiso en favor de la difusión, el conocimiento y la profundización de la Sagrada Escritura: un domingo dedicado enteramente a la Palabra de Dios para comprender la inagotable riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo. Habría que enriquecer ese momento con iniciativas creativas, que animen a los creyentes a ser instrumentos vivos de la transmisión de la Palabra. Ciertamente, entre esas iniciativas tendrá que estar la difusión más amplia de la lectio divina, para que, a través de la lectura orante del texto sagrado, la vida espiritual se fortalezca y crezca. La lectio divina sobre los temas de la misericordia permitirá comprobar cuánta riqueza hay en el texto sagrado, que leído a la luz de la entera tradición espiritual de la Iglesia, desembocará necesariamente en gestos y obras concretas de caridad[13].

8. La celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos. Somos pecadores y cargamos con el peso de la contradicción entre lo que queremos hacer y lo que, en cambio, hacemos (cf. Rm 7,14-21); la gracia, sin embargo, nos precede siempre y adopta el rostro de la misericordia que se realiza eficazmente con la reconciliación y el perdón. Dios hace que comprendamos su inmenso amor justamente ante nuestra condición de pecadores. La gracia es más fuerte y supera cualquier posible resistencia, porque el amor todo lo puede (cf. 1 Co 13,7).

En el Sacramento del Perdón, Dios muestra la vía de la conversión hacia él, y nos invita a experimentar de nuevo su cercanía. Es un perdón que se obtiene, ante todo, empezando por vivir la caridad. Lo recuerda también el apóstol Pedro cuando escribe que «el amor cubre la multitud de los pecados» (1 P 4,8). Sólo Dios perdona los pecados, pero quiere que también nosotros estemos dispuestos a perdonar a los demás, como él perdona nuestras faltas: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12). Qué tristeza cada vez que nos quedamos encerrados en nosotros mismos, incapaces de perdonar. Triunfa el rencor, la rabia, la venganza; la vida se vuelve infeliz y se anula el alegre compromiso por la misericordia.

9. Una experiencia de gracia que la Iglesia ha vivido con mucho fruto a lo largo del Año jubilar ha sido ciertamente el servicio de los Misioneros de la Misericordia. Su acción pastoral ha querido evidenciar que Dios no pone ningún límite a cuantos lo buscan con corazón contrito, porque sale al encuentro de todos, como un Padre. He recibido muchos testimonios de alegría por el renovado encuentro con el Señor en el Sacramento de la Confesión. No perdamos la oportunidad de vivir también la fe como una experiencia de reconciliación. «Reconciliaos con Dios» (2 Co 5,20), esta es la invitación que el Apóstol dirige también hoy a cada creyente, para que descubra la potencia del amor que transforma en una «criatura nueva» (2 Co 5,17).

Doy las gracias a cada Misionero de la Misericordia por este inestimable servicio de hacer fructificar la gracia del perdón. Este ministerio extraordinario, sin embargo, no cesará con la clausura de la Puerta Santa. Deseo que se prolongue todavía, hasta nueva disposición, como signo concreto de que la gracia del Jubileo siga siendo viva y eficaz, a lo largo y ancho del mundo. Será tarea del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización acompañar durante este periodo a los Misioneros de la Misericordia, como expresión directa de mi solicitud y cercanía, y encontrar las formas más coherentes para el ejercicio de este precioso ministerio.

10. A los sacerdotes renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal. Os agradezco de corazón vuestro servicio y os pido que seáis acogedores con todos; testigos de la ternura paterna, a pesar de la gravedad del pecado; solícitos en ayudar a reflexionar sobre el mal cometido; claros a la hora de presentar los principios morales; disponibles para acompañar a los fieles en el camino penitencial, siguiendo el paso de cada uno con paciencia; prudentes en el discernimiento de cada caso concreto; generosos en el momento de dispensar el perdón de Dios. Así como Jesús ante la mujer adúltera optó por permanecer en silencio para salvarla de su condena a muerte, del mismo modo el sacerdote en el confesionario debe tener también un corazón magnánimo, recordando que cada penitente lo remite a su propia condición personal: pecador, pero ministro de la misericordia.

11. Me gustaría que todos meditáramos las palabras del Apóstol, escritas hacia el final de su vida, en las que confiesa a Timoteo de haber sido el primero de los pecadores, «por esto precisamente se compadeció de mí» (1 Tm 1,16). Sus palabras tienen una fuerza arrebatadora para hacer que también nosotros reflexionemos sobre nuestra existencia y para que veamos cómo la misericordia de Dios actúa para cambiar, convertir y transformar nuestro corazón: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí» (1 Tm 1,12-13).

Por tanto, recordemos siempre con renovada pasión pastoral las palabras del Apóstol: «Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). Con vistas a este ministerio, nosotros hemos sido los primeros en ser perdonados; hemos sido testigos en primera persona de la universalidad del perdón. No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al hijo que regresa a él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a recomenzar desde el principio. Quedarse solamente en la ley equivale a banalizar la fe y la misericordia divina. Hay un valor propedéutico en la ley (cf. Ga 3,24), cuyo fin es la caridad (cf. 1 Tm 1,5). El cristiano está llamado a vivir la novedad del Evangelio, «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8,2). Incluso en los casos más complejos, en los que se siente la tentación de hacer prevalecer una justicia que deriva sólo de las normas, se debe creer en la fuerza que brota de la gracia divina.

Nosotros, confesores, somos testigos de tantas conversiones que suceden delante de nuestros ojos. Sentimos la responsabilidad que nuestros gestos y palabras toquen lo más profundo del corazón del penitente, para que descubra la cercanía y ternura del Padre que perdona. No arruinemos esas ocasiones con comportamientos que contradigan la experiencia de la misericordia que se busca. Ayudemos, más bien, a iluminar el ámbito de la conciencia personal con el amor infinito de Dios (cf. 1 Jn 3,20).

El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida cristiana; por esto se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18), para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre, que espera su retorno, y a todos se les ofrezca la posibilidad de experimentar la fuerza liberadora del perdón.
Una ocasión propicia puede ser la celebración de la iniciativa 24 horas para el Señor en la proximidad del IV Domingo de Cuaresma, que ha encontrado un buen consenso en las diócesis y sigue siendo como una fuerte llamada pastoral para vivir intensamente el Sacramento de la Confesión.

12. En virtud de esta exigencia, para que ningún obstáculo se interponga entre la petición de reconciliación y el perdón de Dios, de ahora en adelante concedo a todos los sacerdotes, en razón de su ministerio, la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado del aborto. Cuanto había concedido de modo limitado para el período jubilar[14], lo extiendo ahora en el tiempo, no obstante cualquier cosa en contrario. Quiero enfatizar con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente. Con la misma fuerza, sin embargo, puedo y debo afirmar que no existe ningún pecado que la misericordia de Dios no pueda alcanzar y destruir, allí donde encuentra un corazón arrepentido que pide reconciliarse con el Padre. Por tanto, que cada sacerdote sea guía, apoyo y alivio a la hora de acompañar a los penitentes en este camino de reconciliación especial.

En el Año del Jubileo había concedido a los fieles, que por diversos motivos frecuentan las iglesias donde celebran los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X, la posibilidad de recibir válida y lícitamente la absolución sacramental de sus pecados[15]. Por el bien pastoral de estos fieles, y confiando en la buena voluntad de sus sacerdotes, para que se pueda recuperar con la ayuda de Dios la plena comunión con la Iglesia Católica, establezco por decisión personal que esta facultad se extienda más allá del período jubilar, hasta nueva disposición, de modo que a nadie le falte el signo sacramental de la reconciliación a través del perdón de la Iglesia.

13. La misericordia tiene también el rostro de la consolación. «Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 40,1), son las sentidas palabras que el profeta pronuncia también hoy, para que llegue una palabra de esperanza a cuantos sufren y padecen. No nos dejemos robar nunca la esperanza que proviene de la fe en el Señor resucitado. Es cierto, a menudo pasamos por duras pruebas, pero jamás debe decaer la certeza de que el Señor nos ama. Su misericordia se expresa también en la cercanía, en el afecto y en el apoyo que muchos hermanos y hermanas nos ofrecen cuando sobrevienen los días de tristeza y aflicción. Enjugar las lágrimas es una acción concreta que rompe el círculo de la soledad en el que con frecuencia terminamos encerrados.

Todos tenemos necesidad de consuelo, porque ninguno es inmune al sufrimiento, al dolor y a la incomprensión. Cuánto dolor puede causar una palabra rencorosa, fruto de la envidia, de los celos y de la rabia. Cuánto sufrimiento provoca la experiencia de la traición, de la violencia y del abandono; cuánta amargura ante la muerte de los seres queridos. Sin embargo, Dios nunca permanece distante cuando se viven estos dramas. Una palabra que da ánimo, un abrazo que te hace sentir comprendido, una caricia que hace percibir el amor, una oración que permite ser más fuerte…, son todas expresiones de la cercanía de Dios a través del consuelo ofrecido por los hermanos.

A veces también el silencio es de gran ayuda; porque en algunos momentos no existen palabras para responder a los interrogantes del que sufre. La falta de palabras, sin embargo, se puede suplir por la compasión del que está presente y cercano, del que ama y tiende la mano. No es cierto que el silencio sea un acto de rendición, al contrario, es un momento de fuerza y de amor. El silencio también pertenece al lenguaje de la consolación, porque se transforma en una obra concreta de solidaridad y unión con el sufrimiento del hermano.

14. En un momento particular como el nuestro, caracterizado por la crisis de la familia, entre otras, es importante que llegue una palabra de consuelo a nuestras familias. El don del matrimonio es una gran vocación a la que, con la gracia de Cristo, hay que corresponder con al amor generoso, fiel y paciente. La belleza de la familia permanece inmutable, a pesar de numerosas sombras y propuestas alternativas: «El gozo del amor que se vive en las familias es también el júbilo de la Iglesia»[16]. El sendero de la vida, que lleva a que un hombre y una mujer se encuentren, se amen y se prometan fidelidad por siempre delante de Dios, a menudo se interrumpe por el sufrimiento, la traición y la soledad. La alegría de los padres por el don de los hijos no es inmune a las preocupaciones con respecto a su crecimiento y formación, y para que tengan un futuro digno de ser vivido con intensidad.

La gracia del Sacramento del Matrimonio no sólo fortalece a la familia para que sea un lugar privilegiado en el que se viva la misericordia, sino que compromete a la comunidad cristiana, y con ella a toda la acción pastoral, para que se resalte el gran valor propositivo de la familia. De todas formas, este Año jubilar nos ha de ayudar a reconocer la complejidad de la realidad familiar actual. La experiencia de la misericordia nos hace capaces de mirar todas las dificultades humanas con la actitud del amor de Dios, que no se cansa de acoger y acompañar[17].
No podemos olvidar que cada uno lleva consigo el peso de la propia historia que lo distingue de cualquier otra persona. Nuestra vida, con sus alegrías y dolores, es algo único e irrepetible, que se desenvuelve bajo la mirada misericordiosa de Dios. Esto exige, sobre todo de parte del sacerdote, un discernimiento espiritual atento, profundo y prudente para que cada uno, sin excluir a nadie, sin importar la situación que viva, pueda sentirse acogido concretamente por Dios, participar activamente en la vida de la comunidad y ser admitido en ese Pueblo de Dios que, sin descanso, camina hacia la plenitud del reino de Dios, reino de justicia, de amor, de perdón y de misericordia.

15. El momento de la muerte reviste una importancia particular. La Iglesia siempre ha vivido este dramático tránsito a la luz de la resurrección de Jesucristo, que ha abierto el camino de la certeza en la vida futura. Tenemos un gran reto que afrontar, sobre todo en la cultura contemporánea que, a menudo, tiende a banalizar la muerte hasta el punto de esconderla o considerarla una simple ficción. La muerte en cambio se ha de afrontar y preparar como un paso doloroso e ineludible, pero lleno de sentido: como el acto de amor extremo hacia las personas que dejamos y hacia Dios, a cuyo encuentro nos dirigimos. En todas las religiones el momento de la muerte, así como el del nacimiento, está acompañado de una presencia religiosa. Nosotros vivimos la experiencia de las exequias como una plegaria llena de esperanza por el alma del difunto y como una ocasión para ofrecer consuelo a cuantos sufren por la ausencia de la persona amada.

Estoy convencido de la necesidad de que, en la acción pastoral animada por la fe viva, los signos litúrgicos y nuestras oraciones sean expresión de la misericordia del Señor. Es él mismo quien nos da palabras de esperanza, porque nada ni nadie podrán jamás separarnos de su amor (cf. Rm 8,35). La participación del sacerdote en este momento significa un acompañamiento importante, porque ayuda a sentir la cercanía de la comunidad cristiana en los momentos de debilidad, soledad, incertidumbre y llanto.

16. Termina el Jubileo y se cierra la Puerta Santa. Pero la puerta de la misericordia de nuestro corazón permanece siempre abierta, de par en par. Hemos aprendido que Dios se inclina hacia nosotros (cf. Os 11,4) para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos hacia los hermanos. La nostalgia que muchos sienten de volver a la casa del Padre, que está esperando su regreso, está provocada también por el testimonio sincero y generoso que algunos dan de la ternura divina. La Puerta Santa que hemos atravesado en este Año jubilar nos ha situado en la vía de la caridad, que estamos llamados a recorrer cada día con fidelidad y alegría. El camino de la misericordia es el que nos hace encontrar a tantos hermanos y hermanas que tienden la mano esperando que alguien la aferre y poder así caminar juntos.

Querer acercarse a Jesús implica hacerse prójimo de los hermanos, porque nada es más agradable al Padre que un signo concreto de misericordia. Por su misma naturaleza, la misericordia se hace visible y tangible en una acción concreta y dinámica. Una vez que se la ha experimentado en su verdad, no se puede volver atrás: crece continuamente y transforma la vida. Es verdaderamente una nueva creación que obra un corazón nuevo, capaz de amar en plenitud, y purifica los ojos para que sepan ver las necesidades más ocultas. Qué verdaderas son las palabras con las que la Iglesia ora en la Vigilia Pascual, después de la lectura que narra la creación: «Oh Dios, que con acción maravillosa creaste al hombre y con mayor maravilla lo redimiste»[18].

La misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del hombre. Mientras este se va encendiendo, aquel lo va sanando: el corazón de piedra es transformado en corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de amar a pesar de su pecado. Es aquí donde se descubre que es realmente una «nueva creatura» (cf. Ga 6,15): soy amado, luego existo; he sido perdonado, entonces renazco a una vida nueva; he sido «misericordiado», entonces me convierto en instrumento de misericordia.

17. Durante el Año Santo, especialmente en los «viernes de la misericordia», he podido darme cuenta de cuánto bien hay en el mundo. Con frecuencia no es conocido porque se realiza cotidianamente de manera discreta y silenciosa. Aunque no llega a ser noticia, existen sin embargo tantos signos concretos de bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e indefensos, a los que están más solos y abandonados. Existen personas que encarnan realmente la caridad y que llevan continuamente la solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos al Señor el don valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida, son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo. Con gratitud pienso en los numerosos voluntarios que con su entrega de cada día dedican su tiempo a mostrar la presencia y cercanía de Dios. Su servicio es una genuina obra de misericordia y hace que muchas personas se acerquen a la Iglesia.

18. Es el momento de dejar paso a la fantasía de la misericordia para dar vida a tantas iniciativas nuevas, fruto de la gracia. La Iglesia necesita anunciar hoy esos «muchos otros signos» que Jesús realizó y que «no están escritos» (Jn 20,30), de modo que sean expresión elocuente de la fecundidad del amor de Cristo y de la comunidad que vive de él. Han pasado más de dos mil años y, sin embargo, las obras de misericordia siguen haciendo visible la bondad de Dios.

Todavía hay poblaciones enteras que sufren hoy el hambre y la sed, y despiertan una gran preocupación las imágenes de niños que no tienen nada para comer. Grandes masas de personas siguen emigrando de un país a otro en busca de alimento, trabajo, casa y paz. La enfermedad, en sus múltiples formas, es una causa permanente de sufrimiento que reclama socorro, ayuda y consuelo. Las cárceles son lugares en los que, con frecuencia, las condiciones de vida inhumana causan sufrimientos, en ocasiones graves, que se añaden a las penas restrictivas. El analfabetismo está todavía muy extendido, impidiendo que niños y niñas se formen, exponiéndolos a nuevas formas de esclavitud. La cultura del individualismo exasperado, sobre todo en Occidente, hace que se pierda el sentido de la solidaridad y la responsabilidad hacia los demás. Dios mismo sigue siendo hoy un desconocido para muchos; esto representa la más grande de las pobrezas y el mayor obstáculo para el reconocimiento de la dignidad inviolable de la vida humana.

Con todo, las obras de misericordia corporales y espirituales constituyen hasta nuestros días una prueba de la incidencia importante y positiva de la misericordia como valor social. Ella nos impulsa a ponernos manos a la obra para restituir la dignidad a millones de personas que son nuestros hermanos y hermanas, llamados a construir con nosotros una «ciudad fiable»[19].

19. En este Año Santo se han realizado muchos signos concretos de misericordia. Comunidades, familias y personas creyentes han vuelto a descubrir la alegría de compartir y la belleza de la solidaridad. Y aun así, no basta. El mundo sigue generando nuevas formas de pobreza espiritual y material que atentan contra la dignidad de las personas. Por este motivo, la Iglesia debe estar siempre atenta y dispuesta a descubrir nuevas obras de misericordia y realizarlas con generosidad y entusiasmo.

Esforcémonos entonces en concretar la caridad y, al mismo tiempo, en iluminar con inteligencia la práctica de las obras de misericordia. Esta posee un dinamismo inclusivo mediante el cual se extiende en todas las direcciones, sin límites. En este sentido, estamos llamados a darle un rostro nuevo a las obras de misericordia que conocemos de siempre. En efecto, la misericordia se excede; siempre va más allá, es fecunda. Es como la levadura que hace fermentar la masa (cf. Mt 13,33) y como un granito de mostaza que se convierte en un árbol (cf. Lc 13,19).
Pensemos solamente, a modo de ejemplo, en la obra de misericordia corporal de vestir al desnudo (cf. Mt 25,36.38.43.44). Ella nos transporta a los orígenes, al jardín del Edén, cuando Adán y Eva se dieron cuenta de que estaban desnudos y, sintiendo que el Señor se acercaba, les dio vergüenza y se escondieron (cf. Gn 3,7-8). Sabemos que el Señor los castigó; sin embargo, él «hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gn 3,21). La vergüenza quedó superada y la dignidad fue restablecida.

Miremos fijamente también a Jesús en el Gólgota. El Hijo de Dios está desnudo en la cruz; su túnica ha sido echada a suerte por los soldados y está en sus manos (cf. Jn 19,23-24); él ya no tiene nada. En la cruz se revela de manera extrema la solidaridad de Jesús con todos los que han perdido la dignidad porque no cuentan con lo necesario. Si la Iglesia está llamada a ser la «túnica de Cristo»[20] para revestir a su Señor, del mismo modo ha de empeñarse en ser solidaria con aquellos que han sido despojados, para que recobren la dignidad que les ha sido arrebatada. «Estuve desnudo y me vestisteis» (Mt 25,36) implica, por tanto, no mirar para otro lado ante las nuevas formas de pobreza y marginación que impiden a las personas vivir dignamente.

No tener trabajo y no recibir un salario justo; no tener una casa o una tierra donde habitar; ser discriminados por la fe, la raza, la condición social…: estas, y muchas otras, son situaciones que atentan contra la dignidad de la persona, frente a las cuales la acción misericordiosa de los cristianos responde ante todo con la vigilancia y la solidaridad. Cuántas son las situaciones en las que podemos restituir la dignidad a las personas para que tengan una vida más humana. Pensemos solamente en los niños y niñas que sufren violencias de todo tipo, violencias que les roban la alegría de la vida. Sus rostros tristes y desorientados están impresos en mi mente; piden que les ayudemos a liberarse de las esclavitudes del mundo contemporáneo. Estos niños son los jóvenes del mañana; ¿cómo los estamos preparando para que vivan con dignidad y responsabilidad? ¿Con qué esperanza pueden afrontar su presente y su futuro?

El carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía, de modo que los planes y proyectos no queden sólo en letra muerta. Que el Espíritu Santo nos ayude a estar siempre dispuestos a contribuir de manera concreta y desinteresada, para que la justicia y una vida digna no sean sólo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios.

20. Estamos llamados a hacer que crezca una cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos. Las obras de misericordia son «artesanales»: ninguna de ellas es igual a otra; nuestras manos las pueden modelar de mil modos, y aunque sea único el Dios que las inspira y única la «materia» de la que están hechas, es decir la misericordia misma, cada una adquiere una forma diversa.
Las obras de misericordia tocan todos los aspectos de la vida de una persona. Podemos llevar a cabo una verdadera revolución cultural a partir de la simplicidad de esos gestos que saben tocar el cuerpo y el espíritu, es decir la vida de las personas. Es una tarea que la comunidad cristiana puede hacer suya, consciente de que la Palabra del Señor la llama a salir siempre de la indiferencia y del individualismo, en el que se corre el riesgo de caer para llevar una existencia cómoda y sin problemas. «A los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Jn 12,8), dice Jesús a sus discípulos. No hay excusas que puedan justificar una falta de compromiso cuando sabemos que él se ha identificado con cada uno de ellos.

La cultura de la misericordia se va plasmando con la oración asidua, con la dócil apertura a la acción del Espíritu Santo, la familiaridad con la vida de los santos y la cercanía concreta a los pobres. Es una invitación apremiante a tener claro dónde tenemos que comprometernos necesariamente. La tentación de quedarse en la «teoría sobre la misericordia» se supera en la medida que esta se convierte en vida cotidiana de participación y colaboración. Por otra parte, no deberíamos olvidar las palabras con las que el apóstol Pablo, narrando su encuentro con Pedro, Santiago y Juan, después de su conversión, se refiere a un aspecto esencial de su misión y de toda la vida cristiana: «Nos pidieron que nos acordáramos de los pobres, lo cual he procurado cumplir» (Ga 2,10). No podemos olvidarnos de los pobres: es una invitación más actual hoy que nunca, que se impone en razón de su evidencia evangélica.

21. Que la experiencia del Jubileo grabe en nosotros las palabras del apóstol Pedro: «Los que antes erais no compadecidos, ahora sois objeto de compasión» (1 P 2,10). No guardemos sólo para nosotros cuanto hemos recibido; sepamos compartirlo con los hermanos que sufren, para que sean sostenidos por la fuerza de la misericordia del Padre. Que nuestras comunidades se abran hasta alcanzar a todos los que viven en su territorio, para que llegue a todos, a través del testimonio de los creyentes, la caricia de Dios.

Este es el tiempo de la misericordia. Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura. Es el tiempo de la misericordia, para que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades. Es el tiempo de la misericordia, para que los pobres sientan la mirada de respeto y atención de aquellos que, venciendo la indiferencia, han descubierto lo que es fundamental en la vida. Es el tiempo de la misericordia, para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre.

A la luz del «Jubileo de las personas socialmente excluidas», mientras en todas las catedrales y santuarios del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro signo concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda la Iglesia, en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres. Será la preparación más adecuada para vivir la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia (cf. Mt 25,31-46). Será una Jornada que ayudará a las comunidades y a cada bautizado a reflexionar cómo la pobreza está en el corazón del Evangelio y sobre el hecho que, mientras Lázaro esté echado a la puerta de nuestra casa (cf. Lc 16,19-21), no podrá haber justicia ni paz social. Esta Jornada constituirá también una genuina forma de nueva evangelización (cf. Mt 11,5), con la que se renueve el rostro de la Iglesia en su acción perenne de conversión pastoral, para ser testimonio de la misericordia.

22. Que los ojos misericordiosos de la Santa Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros. Ella es la primera en abrir camino y nos acompaña cuando damos testimonio del amor. La Madre de Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto, tal y como el arte la ha representado a menudo. Confiemos en su ayuda materna y sigamos su constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la misericordia de Dios.


Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de noviembre, solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del Año del Señor 2016, cuarto de mi pontificado.

Francisco




[1] In Io. Ev. tract. 33,5.
[2] Pastor de Hermas, 42, 1-4.
[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 27: AAS 105 (2013), 1031.
[4] Misal Romano, III Domingo de Cuaresma.
[5] Ibíd., Prefacio VII dominical del Tiempo Ordinario.
[6] Ibíd., Plegaria eucarística II.
[7] Ibíd., Rito de la comunión.
[8] Ritual de la Penitencia, 102.
[9] Ritual de la Unción y de la pastoral de enfermos, 143.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Conciliumm, 106.
[11] Cf. Id. Const. dogm. Dei Verbum, 2.
[12] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 142: AAS 105 (2013), 1079.
[13] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 30 septiembre 2010, 86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
[14] Cf. Carta con la que se concede la indulgencia con ocasión del Jubileo Extraordinario de la Misericordia, 1 septiembre 2015: L’Osservatore Romano ed. semanal en lengua española, 4 de septiembre de 2015, 3-4.
[15] Cf. ibíd.
[16] Exhort. ap. postsin. Amoris laetitia, 19 marzo 2016, 1.
[17] Cf. ibíd., 291-300.
[18] Misal Romano, Vigilia Pascual, Oración después de la Primera Lectura.
[19] Carta. enc. Lumen fidei, 29 junio 2013, 50: AAS 105 (2013), 589.
[20] Cf. Cipriano, La unidad de la Iglesia católica, 7

viernes, 25 de noviembre de 2016

VIERNES 25/11/16 Lc 21,29-33 EVANGELIO Y REFLEXIÓN

VIERNES 25/11/16 LAUDES, VÍSPERAS Y COMPLETAS.

SANTO ROSARIO, MISTERIOS DOLOROSOS, VIERNES


REPORTE FINAL DEL CURSO

Introducción
(Post único)
Una nueva primavera eclesial 

Francisco inicia una nueva primavera en la Iglesia porque con él no sólo ha llegado al Vaticano un hombre nuevo de latitudes nuevas, sino que con él ha llegado una iglesia que dormía en el silencio a la espera de una oportunidad para florecer. Por ello el papel de Francisco en los cambios actuales de la Iglesia y de la Sociedad es motorizado por esa fuerza latina que inyecta un nuevo vocabulario con nuevos bríos, nuevos conceptos y nuevos testimonios que dan nuevo calor a las estructuras congeladas y enquistadas de una iglesia encerrada en sus propias cuatro paredes, moviéndola a experiencias más participativas con nuevas realidades como las que propone el Papa: Una Iglesia en salida, que va a las periferias rompiendo esquemas. Una Iglesia que se encuentra con la humanidad en su uni-total diversidad y que precisamente por ser una Iglesia hecha de materia y sustancia humana, tiene que ser capaz de entender a la humanidad desde esa realidad diversa. La Iglesia, siendo una es diversa, porque la humanidad siendo diversa es una. De Francisco espero que mantenga la valentía que ha demostrado hasta hoy en hacer presente ante el mundo la realidad de una Igleia que va mucho más allá de rituales y ritualismos, sino que es la comunidad de los cristianos que salen al encuentro de todo aquel que sufre y se hace a sí misma  un lugar para la esperanza, en medio de tantas y diversas injusticias que enfrentamos hoy en nuestro mundo. Este es un misterio que sobrepasa la pretensión de totalitarismos y que el Papa sabiamente hace aparecer entre nosotros hoy con sobrada esperanza.
 Semana 1.
Tema 1 (primer post):
la Globalización cultural

La "globalización de la cultura" produce un fenómeno de aniquilación de la diversidad.
La Humanidad, ciertamente es una, pero su mayor riqueza es la diversidad. Si la globalización fuera la planetización (se me disculpe esta palabrota) de la justicia, de la paz, del progreso, del acceso común a bienes y servicios con la consecuente desaparición del hambre y las desigualdades e injusticias, entonces sería un fenómeno auténticamente cristiano, pero la llamada globalización resulta en la imposición de los sistemas y medios de control de los que ejercen poder sobre los que no lo tienen, aniquilando las realidades culturales de los más vulnerables y débiles mediante la imposición de las tecnologías y las ideas de un sólo color y calibre en la búsqueda del beneficio económico material de los que se imponen, afectando incluso la calidad y sentido de las relaciones interpersonales promoviendo la deshumanización de las mismas.

Tema 1 (segundo post): la recuperación de los vínculos humanos
La historización del Evangelio.
Recuperar los vínculos humanos que permitan la construcción común de la humanidad, atendiendo a su más auténtica dignidad, pasa por hacer del Evangelio una historia diaria, consecuente y vivida en las realidades que afectan nuestro entorno. Hacer el Evangelio historia vivida en la común unidad de los cristianos, pareciera ser la clave propuesta por el Papa Francisco para encarnar de nuevo y con nuevo vigor la misión liberadora de Jesús, la cual no ha de ser considerada como un estudio historiográfico sino como una actualización, una historización continua de la misericordia compartida en el trajinar de los afanes diarios y comunes de la humanidad concretada en comunidades perceptibles y reales o se corre el riesgo de que la "globalización de la cultura" sea más bien la aniquilación de las realidades propiamente humanas. Para ello la reelaboración de los vínculos humanizantes que reconozcan la dignidad de la persona humana es un imperativo que se presenta por sobre las relaciones prefabricadas de los grandes movimientos alienantes de las redes sociales y otros medios de comunicación masiificantes. Así visto, es necesario una vuelta a lo autóctono, a lo cotidiano, al roce concreto con las realidades de las personas y de las comunidades, en ambientes concretos, mediante el abordaje oportuno y eficaz de las situaciones históricas, a la luz del Evangelio. 
Semana 2.
Tema 2 (primer post):
Rescatar el espíritu del Concilio Vaticano II
He de confesar que en la medida en que profundizo en la visualización de los videos y la lectura del material propuesto estoy experimentando, yo mismo, una especie de actualización acorde con el planteamiento del Papa Francisco. Muy a pesar de los esfuerzos de muchos, es común que la llamada "cultura eclesial" se rija sobre la realidad de la Iglesia como comunidad fraterna para imponer estructuras de gobierno y funcionamiento que, en no pocos casos, pueden atropellar la identidad y esencia misma de lo que significa ser cristiano, como lo recuerda el propio Francisco en la Evangelii Gaudium "Ser Cristtiano procede de un encuentro personal con Cristo, de una experiencia intima con el Señor, que transforma la mentalidad y, en consecuencia la conducta de la persona" (EG,8), seindo este un cambio, como lo refiere Carlos Schickendantz en su Conferencia "Reformas en la Iglesia
Una mirada desde una universidad de inspiración cristiana", en la Universidad Alberto Hurtado, "no basta una declaración de intenciones" sino que se requiere de una profunda voluntad que rescate y actualice el espíritu renovador del Concilio Vaticano II, que verdaderamente, como menciona el doctor Luciani en el primer video de este tema, haga pasar la Iglesia del invierno a la primavera eclesial que propone el Papa Francisco.
Tema 2 (segundo post):
Superar la patología del poder eclesial
En la presentación de su salutación navideña a la curia romana el Lunes 22 de diciembre de 2014, el Papa Francisco hace un dramático llamado a la vivencia consciente y efectiva de una iglesia en la que todos hemos de desempeñar responsabilidades diversas y en la que el estado clerical no ha de ser tenido como la crema y nata o el culmen de la realización de la vida cristiana. Haciendo referencia a lo que él Papa ha llamado como una serie de enfermedades del espíritu en la vida eclesial, brilla en el contenido de su mensaje la necesidad de volvernos hacia una iglesia más popular, más sencilla, en la que los pastores "huelen a oveja" porque las cargan sobre su ministerio, sobre sus hombros, sobre su propia vida, como un servicio de amor y las aman como Cristo las ha amado, dando la vida por ellas. 

Semana 3.

Tema 3 (primer post):

El pueblo

El Pueblo....
En el contexto planteado en el material de la semana entiendo la palabra pueblo como una realidad que trasciende a la particularidad y a la consubstancialidad de lo meramente local. Es, si aceptamos la definición de que "el pueblo de Dios es conformado y reunido, integrado entre todos los pueblos de la tierra", una elección; y tal elección no es clasista sino fundamentalmente pobre, con la pobreza bien entendida como la libertad legitima y verdadera que crece desde dentro y se realiza en la multiculturalidad, Así entendido, como lo menciona el Papa Francisco, "nuestro pueblo tiene un alma" y esa alma no es una ideología sin corazón ni "una ética sin bondad", sino que es alma y bondad encarnada en la historicidad concreta, que marcha mucho más allá de los simples esquemas celebrativos litúrgicos. Es, más bien, una característica esencial al modo como interpreta la vida, el mundo y sus circunstancias.
Tema 3 (segundo post):
El alma del pueblo

El alma del pueblo...
De alma y de corazón, lamento haber estado ausente por unos días, debido a condiciones de salud...
El Papa Francisco en su discurso en el Te-Deum en la Catedral de Buenos Aires en Mayo 25 ed 1.99, reasumía lo que ya había expresado con anterioridad, el alma del pueblo se la da la fe, el ser "pueblo fiel", de lo contrario sería sólo una entelequia política hablar de un pueblo con alma. El alma del pueblo se la da la elección de que ha sido objeto por Dios, por ello el Papa habla sin ningún temor de que existe una "hermenéutica del pueblo", lo cual significa que en su propia experiencia, el pueblo de Dios es capaz de tener sus propias inspiraciones e interpretaciones de la historia y, por ende de la revelación. Esto pone de relieve el sentido de la "Teología del Pueblo" como una expresión auténtica de la presencia del Espíritu manifestándose en medio de su pueblo.

Semana 4.

Tema 4 (primer post):

Principios de discernimiento

Es claro en la Evangelii Gaudium que el Papa Francisco está haciendo una geo-política de la misericordia y puede verse que sobrepone la caridad evangélica por encima de los sistemas económicos y estructuras socio-políticas. Es ciertamente una campanada de Francisco frente a la gobalización de la miseria que pretende lograr la anulación de las particularidades culturales para esclavizar a la humanidad a un núcleo organizacional centrado en los conceptos de la productividad. El Papa, con los principios de discernimiento que propone, está abriendo la puerta a una nueva energía evangelizadora que se fundamente más en la naturaleza humana y en su dignidad que en las propias estructuras, incluso la propia estructura de la cultura eclesial.

Tema 4 (segundo post):
La misericordia como acto político 

La Misericordia como proceso político, la hermenéutica de la periferia, la misericordia como diplomacia.... Esto es insólito y recuerdo el ministerio histórico mismo de Jesús en medio de un pueblo sufriente. Dice el Papa Francisco que "no comprende completamente cada cosa que hace", sin embargo afirma sentirse inspirado y motivado por la misericordia, porque entiende que el Evangelio "tiene algo que decir al mundo de hoy". Esta comprensión del Papa sobre la misericordia como plan de trabajo en la geopolítica mundial es sin duda la agenda de quien está confiando en la obra de Dios. Es verdaderamente impresionante como, ante las complicaciones políticas y diplomáticas del mundo de hoy, y que sin duda han existido siempre, Francisco se mueve por el mundo llevado por la misericordia. Es definitivamente un cambio de paradigma en el ejercicio del papado y en la expresión misma de la fe en el mundo.
 Semana 5.
Tema 5 (post único):
la opción por los pobres hoy

Como dice la popular frase de la Escritura atribuida a San Pablo "Cáritas urget nos", el amor nos apremia, nos reta y nos exige enfrentar la pobreza desde las raíces mismas que la sostienen y alimentan como un árbol maligno de exclusión de los más débiles y vulnerables, como producto de un sistema de injusticia globalizado que procura la satisfacción del mercado a costas de la dignidad misma de pueblos enteros sometidos al hambre y a la opresión.
Bien dice el Papa Francisco y quisiera repetirlo con él que una opción por los pobres hoy tiene que ser tan radical y absoluta como radical es la fuente que genera tanta pobreza, por ello quisiera terminar reproduciendo este texto que el doctor Luciani ha presentado como base de sustento para esta reflexión: "Un sistema que aún cuando ha logrado producir mayor riqueza a nivel global, lo ha hecho a costa de haber generado los niveles más altos de inequidad —económica— y exclusión —social— en la historia de la humanidad. Este sistema ha convertido al mercado en un fetiche(FRANCISCO, Evangelii Gaudium 55) y a los sujetos en súbditos y esclavos del consumo. Y es que pobre no es solo el que no tiene, sino el que no tiene cómo tener"
Semana 6. 

Temas 6 (primer post):

Evangelización y liberación

La Evangelización es necesariamente mucho más que el anuncio enigmático del misterio de nuestra redención por la Kénosis del Hijo de Dios, sino que, precisamente, esa Kénosis, significa la unitotal liberación del ser humano, que abarca todas y cada una de las experiencias en las que la persona humana puede desenvolverse. Evangelizar es despertar la conciencia a la vivencia y goce pleno de los derechos y ejercicio de los deberes que otorga la dignidad humana, lo que, sin duda, significa también una liberación de las ataduras políticas o económico-culturales que puedan ejercer dominio de cualquier tipo o naturaleza sobre la persona humana y la limiten injustamente o condicionen indebidamente la vivencia de su dignidad, esclavizándola a situaciones de miseria que le roban las posibilidades de tener acceso a los bienes y servicios mínimos para desarrollarse íntegramente. Evangelizar como lo enseñanMedellín y Puebla y lo ratifica Aparecida es liberar, es educar la conciencia y la responsabilidad en la necesidad de convertirse en agentes de cambio y de transformación del mundo y sus circunstancias. Por tanto la Evangelización tiene que historizarse, enclavarse en la historia, y no puede ser atemporal, sino que debe capacitar para aplicar la metodología de ver, juzgar y actuar transformando las "estructuras de pecado", como lo ha ratificado constantemente el episcopado latinoamericano en cada uno de sus encuentros.
Erradicar estas estructuras de maldad exige liberar del deseo la libertad para ejercerla en el amor. Por ello es preciso purificar el deseo de la apropiación, cortar con la imparable demanda de satisfacciones del propio ego y del propio cuerpo, romper con gustos y caprichos, e incluso renunciar ocasionalmente a pretensiones legítimas, para alcanzar así la libertad interior respecto de los bienes materiales e inaugurar una relación nueva con ellos. 
Ayuda, en este camino de liberación, el ejercicio de una solidaridad sustantiva con los empobrecidos de la tierra. Se trata de sentir como propias las condiciones de vida de aquellos con los que uno quiere ser solidario para compartir su suerte. La conciencia real de fraternidad ayuda a liberar el corazón de las cadenas de la apropiación, haciendo que sea posible que, no cerrándose sobre sí mismo, brote la carne sana de un corazón nuevo. Dar en lugar de recibir y conceder en lugar de apropiarse es el camino de una verdadera liberación interior.
Temas 6 (segundo post):
El aporte de Aparecida en el magisterio de Francisco

En su numeral 65, precisamente, el documento final de Aparecida, del cual el Cardenal Bergoglio participó activamente en su redacción, revela cómo el episcopado latinoamericano asume la responsabilidad histórica de abandonar la indiferencia y convertirse en una Iglesia que sale al encuentro de los desplazados, los discriminados por el sistema, aquellos que están en la periferia y que son verdaderas víctimas de discriminación. Esta acción definitoria del episcopado latinoamericano es asumida en el numeral 53 de Evangelii Gaudium como una heredad persoanal que el Papa Francisco promovió personalmente en Aparecida y que ahora proyecta a nivel de la Iglesia Universal con su apremiante llamado a ir a las periferias y rescatar a los alejados por la discriminación de los sistemas. Es una verdadera novedad que interpela ante la exigencia de la fraternidad y la comunión concreta que se realiza en "comunidades pequeñas en las que se comparte en medio de una historia común y concreta" como lo plantea Medellín, haciendo referencia a las comunidades eclesiales de base, y lo recuerda el doctor Rafael Luciani en el video primero de esta 6ta semana. Aparecida se presenta como un momento, una transformación e interpretación de un nuevo paradigma epocal de las realidades eclesiales maduradas en el corazón de Bergoglio durante su ministerio pastoral en Argentina y que ahora tiene la oportunidad de proyectar a nivel global.




(En esta compilación, cada párrafo se corresponde a la reflexión personal publicada en el foro correspondiente al tema tratado en el Curso PENSAMIENTO TEOLOGICO SOCIAL DEL PAPA FRANCISCO, del Boston College) Padre Alberto Gutiérrez.